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Rescatar del olvido el arte de la memoria

En la cultura clásica, la memoria era la madre de las musas, la máquina del tiempo de los dioses. Una diosa ella misma.

El filósofo Bergson pensaba que la memoria es justamente la intersección de mente y materia, de modo que los aparentes fallos de memoria no serían en realidad fallos de su parte mental, sino del mecanismo motor que pone la memoria en acción.

Funes el memorioso, el inolvidable personaje de Borges que discurrió un vocabulario infinito para la serie natural de los números –sin llegar a escribirlo, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele–, no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada bosque, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Proyectó un catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo, que definiría luego por cifras. Porque para Ireneo Funes, la memoria era la madre de las ciencias exactas, no de las artes, y su vocación era la certidumbre. O por decirlo con un rodeo: para Funes, el arte de la memoria consistía en recordar que la memoria era una ciencia. Pero no debemos olvidar que Borges definió su fábula como una larga metáfora del insomnio.

Milan Kundera advirtió una conexión secreta entre la velocidad y el olvido, entre la lentitud y la memoria:

“El grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido”…

Del genial autor de Gulliver, Jonathan Swift, se cuenta que un día, cuando empezó a perder memoria, como quien se afirma y se ancla en su íntima esencia invulnerable, se le oía repetir: “Soy el que soy, soy el que soy…” ¿Tal vez porque intuía que sin memoria se moría, que la vida no vivida puede matar?

Pero si la memoria fuera infinita, ¿no recordaríamos cada una de las circunstancias de cada día de nuestra vida, que son innumerables?

Para el escritor argentino Antonio Porchia, vivimos con la esperanza de llegar a ser un recuerdo.

El tiempo todo locura