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El argumento de que la democracia es el mejor de los gobiernos posibles es cierto siempre y cuando tengamos en cuenta que se refiere no a las posibilidades de creación de nuevos sistemas, que son infinitas, sino a las posibilidades dentro de la realidad, que están delimitadas por el entorno circundante.
La democracia es posiblemente un sistema necesario y muy válido en la esfera jurídica, como medio de convivencia y también como derecho político o social, pero debería quedar completamente excluida en todos los órdenes principales de la cultura, como puedan ser el arte, la ciencia o la filosofía, disciplinas que participan de la infinitud y del misterio, y que no pueden medirse por el rasero igualitario. Al extenderse más allá del ámbito de la política, la democracia termina por convertirse en un totalitarismo más, quizá el peor de todos.
De cómo resolvamos el conflicto entre libertad individual y democracia política depende la construcción y el destino de la sociedad durante el próximo siglo.
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Por la investigación neurológica sabemos que la parte más primitiva del cerebro humano es similar al cerebro de los reptiles y regula patrones de comportamiento como son los de territorialidad, la identificación de los individuos más fuertes o más débiles de una especie, el sometimiento, los rituales de intimidación, la repetición invariable de una misma respuesta ante un mismo estímulo… formas de conducta todas ellas que podemos ver constantemente en las clases política y empresarial. De hecho lo que lleva a las hordas burocráticas y financieras por el camino de la avidez y la violencia es su falta de inteligencia, su ignorancia, su incapacidad para lo mejor.
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Un argumento ético muy frecuente señala que cada individuo es libre de hacer lo que quiera mientras no afecte o dañe a otros.
Sin embargo, el argumento es falso si pretende ir más allá del ámbito jurídico para invadir la esfera moral. Ni se explican los límites de ese posible daño, ni se advierte que el dolor y la violencia forman parte indisoluble de la vida humana, y que una reducción de tal calibre nos privaría de la facultad para crear valores dignos y universales.
Las relaciones humanas pueden ser afectivas… y conflictivas. Sin cierto grado de crueldad –entendiendo por tal causar dolor a sabiendas– nunca aprenderíamos nada, ni aceptaríamos deberes éticos ni tampoco disfrutaríamos de derechos. Sólo la crueldad por la crueldad, cuyo absurdo y sinsentido la convierten en fin en sí misma, merece repulsa moral.
La ética es “camino de perfección” y no mera abstención de causar mal a otros.
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La uniformidad de nuestra época está marcada por la desaparición de la trascendencia.
En el mundo de hoy, el individuo se ha convertido en persona, o sea, en máscara, en tipo.
Todo se confabula para que consideremos nuestra vida singular como un impedimento para la buena marcha de las estructuras políticas, sociales, económicas, religiosas y científicas.
Para combatir el caos caímos en la parcelación estadística.
Frente al sinsentido y la barbarie colectivista, en su artículo “Socialismo contra espíritu”, Ionesco advierte:
“La sociología es imperialista. Rechaza tanto la biología como la metafísica. Tiende sobre todo a sustituir a ésta última. (…) Los colectivismos amenazan con socializar, en la totalidad de su ser, al individuo. (…) Reducido a lo social, el hombre no sería más que una partícula de la sociedad, no viviendo más que para la sociedad, incluso no imaginando poder vivir de otra manera, en tanto que funcionario social. Sería socialista hasta en su subconsciente, perdiendo su tercera o cuarta dimensión: el espíritu, que le es esencial y que no se puede medir (…) El hombre es un ser asocial, que no puede vivir sino en sociedad, pero que en sociedad, no puede vivir sino asocialmente.”
¡Que viva la verdad libre!
Nostalgia geométrica del caos, 2001
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Artimaña y artillería del arte. La impresión que parece haber en esta sociedad es que la idea de vanguardia ya no significa nada en el mundo del arte. Y eso a pesar de los argumentos de André Breton, para quien la experiencia de la escritura provoca una revolución en el espíritu de quien la practica. En cambio, para Freud, la experiencia artística nada revoluciona, sino que pertenece al subplano de la sublimación personal de las frustraciones. Poco importan las filosofías a los especuladores de la industria de información cultural que, temerosos de dejar escapar la ocasión, compran lo que no saben descifrar y tratan de apoderarse de lo que no comprenden, lo cual ha favorecido la aparición de un academicismo de la no-figuración, al que se oponen los academicismos hiperrealistas, minimalistas, surrealistas, no menos cuestionables, y prometedores también de un desagradable despertar. Muy pronto se hizo antiguo el modernismo y se quedó sin futuro el futurismo.
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El fantasma de la democracia. Durante la transición española se fue conformando una sociedad espectral, en el sentido de que se instauraba una democracia representativa, de simulación y no la verdad de la democracia, que en todo caso sería de participación efectiva y con verdadera división de poderes. Se generó un nuevo simulacro, del mismo modo que se había simulado albergar una cierta dignidad durante la dictadura. Era una sociedad que aparentaba encontrarse en una posición para la que nada había hecho. Todo el mundo jugaba a la democracia, había que ser más democrático que los demócratas. Pero los espectros cambian de máscara, lo cual hacía sospechar que el derrumbe iba a instalarse tarde o temprano. La democracia vino formalmente como consecuencia de la caída de la dictadura, como deshecho de lo no hecho, porque la sociedad no había hecho nada por ser democrática, a no ser esperar a que el dictador se muriera de viejo. Después de toda esa alegría esperanzada, que no deja de ser religiosa, vino la depresión real y psíquica, es decir, esa idea de mirarse el ombligo y de que los españoles nos lo merecemos todo, históricamente se acabó. Uno se merece lo que puede hacer, y no se merece lo que puede deshacer y tiene que responder por ello, y en ese periodo de transición, se destrozaron y acabaron en nada toda clase de aspiraciones.
Un experimento realizado durante la hora punta en el metro de Washington demostró que la belleza y el talento artístico pueden pasar completamente desapercibidos para la mayoría de la gente, por lo menos de la gente que pasa a diario por el metro de Washington. Un virtuoso del violín, Joshua Bell, tocó en el subterráneo algunas composiciones de los principales músicos clásicos del mundo, a la manera de un artista callejero. La prueba consistía en verificar cuántas personas se sentirían atraídas por sus notas, interpretadas con un violín Stradivarius de 1713, uno de los instrumentos más valiosos del mundo, y cuánto dinero recaudaría el intérprete. Aun teniendo en cuenta que no se trataba del mejor lugar para dar la nota y que la gente suele circular bajo tierra con la hora pegada al culo, los expertos pronosticaron que el violinista recaudaría unos 150 dólares, rodeado de sensibles viajeros que se detendrían a escucharle absortos por la música. Sin embargo eso no ocurrió. En 43 minutos, sólo 27 personas le dieron dinero, un total de 32 dólares. Nada que ver con lo que recauda en los conciertos, en los que cada butaca cuesta como mínimo 100 dólares.
Se trata de uno de esos experimentos que no demuestran nada en particular, pero tienen gracia, y por eso lo menciono.
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El seguro de accidentes es probablemente la única clase de seguro que puede contratarse sin que el asegurado tenga pleno conocimiento de ello. Lo único que en todo caso se exige es que el contratante vaya pagando las cuotas de manera regular. De tal modo que por ahí habrá más de uno paseando tranquilamente que valga más para su familia muerto que vivo, pero todavía no lo sepa. Y acaso no llegue a saberlo nunca… Lo cual ha dado pie a un buen puñado de películas memorables, dicho sea de paso, no hay mal que por bien no venga.
Fundamentalismo latente de los ideales humanitarios. En plenas guerras de religión en Europa, Pierre de Bèrulle advertía que el giro copernicano en las ciencias era preciso darlo además en las almas, y no decir más ‘Dios con nosotros’ –fundamentalismo, al fin y al cabo– sino ‘nosotros con Dios’, que es una creencia más propia del humanismo. Y dejando claro, entonces, que ese nosotros fundamentalista puede ser cualquier cosa, incluido, pongamos por caso, un ideal como el que rigió los experimentos e investigaciones científicas con cobayas humanas que desde la república de Weimar para acá, y con el dudoso fin de mejorar a la Humanidad, no han dejado de realizarse, ideales humanitarios a los que tan aficionadas son las sociedades que podemos llamar ‘desarrolladas’ en su relación con los países que podemos llamar ‘pueblos sin Historia’, en palabras de Cioran. Los ideales humanitarios tienen más relación con el totalitarismo que con el humanismo, son síntoma de un fundamentalismo latente.
No somos nada. Para las televisiones somos cuota de pantalla, para la radio niveles de audiencia o share, cualquier espectáculo depende de la cantidad de público, para los políticos somos volumen de votantes, para el Estado un número de DNI, Hacienda nos controla a través del NIF y todos tenemos también un número de Seguridad Social; el mercado se nutre de masas de consumidores, las multinacionales hablan de volumen de clientes y todo se reconoce por cifras y siglas; existen en el mundo 824 millones de personas desnutridas, 630 millones de indigentes, 40 millones de infectados por el virus del SIDA, un millón de personas mueren cada año por accidentes de tráfico, mil millones no tienen acceso al agua potable...
Las cifras no duelen y ya sólo nos queda la contabilidad.
El arte de existir lo menos posible. Hace cincuenta y cinco años, en la Navidad de 1956, dos niñas descubrieron el cadáver de un anciano sobre la nieve, muy cerca de la pequeña ciudad suiza de Herisau: era el escritor Robert Walser, que había salido a pasear por el bosque. Su reclusión voluntaria en el manicomio de Waldau fue tan discreta como su vida, basada en una rígida voluntad de existir lo menos posible. En su novela “Los hermanos Tanner” hay una descripción milimétrica que anticipa su fin. Sebastian, el poeta, es encontrado muerto en la nieve. Las palabras de Simon, que cabe atribuir al propio escritor, semejan una autoelegía: “¡Con qué nobleza ha elegido su tumba! Yace en medio de espléndidos abetos verdes, cubiertos de nieve. No quiere avisar a nadie. La naturaleza se inclina a contemplar a su muerto, las estrellas cantan dulcemente en torno a su cabeza y las aves nocturnas graznan: es la mejor música para alguien que no tiene oído ni sensaciones.”
Con un fatalismo alegre y confiado, la libertad ama y persigue lo que aún no existe.